Feria. Verde.
Ex 20, 1-7; Sal 18, 8-11.
Evangelio según San Mateo 13, 18-23
Jesús dijo a sus discípulos: “Escuchen lo que significa la parábola del sembrador. Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: éste es el que recibió la semilla al borde del camino. El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe. El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto. Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Éste produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno”.
Sabiduría ignaciana – «Cuanto más nuestra ánima se halla sola y apartada, se hace más apta para acercarse y llegar a su Criador y Señor; y cuanto más así se alega, más se dispone para recibir gracias y dones de la divina y suma bondad».
En nuestro vertiginoso mundo moderno, donde la tecnología y las demandas diarias nos rodean constantemente, es fácil perder de vista lo esencial. En este camino agitado, nuestra ánima puede sentirse dispersa y alienada, alejándose poco a poco de su verdadera esencia.
La soledad, lejos de ser un estado de desolación, se convierte en un espacio sagrado donde nuestra alma puede florecer. En esos momentos de reconocimiento, nos hallamos cara a cara con nosotros mismos y permitimos que la presencia divina penetre en nuestro ser.
La quietud nos brinda la ocasión de reconciliarnos con nuestra esencia, despejando el camino para un acercamiento auténtico a lo divino.
Es en ese encuentro con lo trascendental cuando nos abrimos para recibir las innumerables gracias y dones que la bondad divina tiene reservados para nosotros. En este vaivén entre la soledad y el encuentro con lo espiritual, hallamos la inspiración y el significado que tanto anhelamos en nuestra existencia.
Así, abrazar la soledad no es un acto de aislamiento, sino una forma de prepararnos para recibir la luz de lo divino en nuestras vidas. Cuando aprendemos a disfrutar de la compañía de nuestro propio ser, nos encontramos en un estado de serenidad y fortaleza que nos permite acercarnos a nuestro Creador con un corazón abierto y receptivo.
En medio de las tensiones y vicisitudes del mundo, permitámonos el regalo de la soledad sagrada. Es en ese espacio florecen donde los lazos más profundos con lo trascendental, y donde nuestra alma se llena de las bendiciones y favores que la divina bondad nos tiene reservados. Abrazando la soledad, descubrimos que estamos más cerca de lo divino de lo que jamás imaginamos.
Javier Rojas, SJ.