Feria. San Agustín Zhao Rong y compañeros. (ML). Verde/Rojo.
Gn 28, 10-22; Sal 90, 1-4. 14-15.
Evangelio según San Mateo 9, 18-26
Se presentó a Jesús un alto jefe y, postrándose ante él, le dijo: “Señor, mi hija acaba de morir, pero ven a imponerle tu mano y vivirá”. Jesús se levantó y lo siguió con sus discípulos. Entonces se le acercó por detrás una mujer que padecía de hemorragias desde hacía doce años, y le tocó los flecos de su manto, pensando: “Con sólo tocar su manto, quedaré sana”. Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: “Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado”. Y desde ese instante la mujer quedó sana. Al llegar a la casa del jefe, Jesús vio a los que tocaban música fúnebre y a la gente que gritaba, y dijo: “Retírense, la niña no está muerta, sino que duerme”. Y se reían de él. Cuando hicieron salir a la gente, él entró, la tomó de la mano, y ella se levantó. Y esta noticia se divulgó por aquella región.
Sabiduría ignaciana – «Cuanto el bien es más universal, es más divino»
Esta es otra de las enseñanzas de San Ignacio de Loyola. Este sencillo, pero profundo pensamiento ignaciano, nos ayuda a reflexionar sobre la naturaleza del bien y su conexión que tiene con lo divino. Cuanto más universal es el bien que hacemos, más nos acercamos a lo divino. Esta perspectiva ignaciana desafía nuestras tendencias naturales de centrarnos en nosotros mismos y en aquellos que nos son cercanos. Nos invita a ampliar nuestra mirada y abrazar la responsabilidad de extender el bien a todos los seres humanos.
En ocasiones, podemos caer en la trampa de limitar nuestras buenas acciones a un grupo selecto de personas: nuestra familia, nuestros amigos, nuestra comunidad. Nos sentimos cómodos y seguros en ese entorno conocido, y podemos pensar que hemos cumplido con nuestra responsabilidad moral. Lo que San Ignacio nos ofrece es un criterio de discernimiento al decir que el bien, cuando es verdadero, es más universal, es decir, no conoce fronteras ni límites.
Al buscar formas de hacer el bien a todos, comenzamos a experimentar una conexión más profunda con lo divino. Nos convertimos en agentes de transformación, en instrumentos de amor y compasión en el mundo. En cada acto de bondad, en cada palabra de aliento, en cada gesto de generosidad, revelamos una chispa divina que arde en nuestro interior.
No subestimemos el poder que tenemos para impactar en las vidas ajenas, incluso las que nunca conoceremos. Cada buena acción que emprendemos se suma a una cadena de amor que se extiende a lo largo y ancho del mundo. Cada vez que nos abrimos a la posibilidad de hacer el bien a todos, nos acercamos un poco más a la esencia divina que reside en cada ser humano.
Javier Rojas, SJ.