Feria. Verde.
Éx 2, 1-15; Sal 68, 3. 14. 30-31. 33-34.
Evangelio según San Mateo 11, 20-24
Jesús comenzó a recriminar a aquellas ciudades donde había realizado más milagros, porque no se habían convertido. “¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace tiempo que se habrían convertido, poniéndose cilicio y cubriéndose con ceniza. Yo les aseguro que, en el día del Juicio, Tiro y Sidón serán tratadas menos rigurosamente que ustedes. Y tú, Cafarnaum, ¿acaso crees que serás elevada hasta el cielo? No, serás precipitada hasta el infierno. Porque si los milagros realizados en ti se hubieran hecho en Sodoma, esa ciudad aún existiría. Yo les aseguro que, en el día del Juicio, la tierra de Sodoma será tratada menos rigurosamente que tú”.
La tiranía de los pensamientos
En nuestro interior resuenan muchas voces que pocas veces parecen ser una sinfonía en unidad; sino que, más bien, suele parecerse a una orquesta que toca sin ton ni son, desafinada y desafiante, donde cada instrumento grita disonante y reclama nuestra atención. Sin embargo, pese a los ruidos que pueden aturdirnos y confundirnos, siempre encontraremos una tenue voz, tan silenciosa como imperceptible, una voz cantante que sabe entonar tiernamente aquella melodía compuesta solo para ti desde el vientre de tu madre. Así, san Ignacio de Loyola nos alerta diciendo: «presupongo que hay en mí tres pensamientos, es a saber: uno propio mío, el cual sale de mi libertad y querer, y otros dos que vienen de fuera, uno que viene del buen espíritu y otro del malo» [EE 32].
San Ignacio sabía de la riqueza y complejidad de nuestra humanidad. Sabía que, muchas veces, el peor juez lo llevamos dentro de nosotros mismos; ese verdugo interior que no nos deja en paz y nos atormenta con muchos pensamientos que se mueven sin orden ni concierto, sin belleza ni armonía y nos hacen sentirnos perdidos en el laberinto de la angustia y la desesperación. San Ignacio sabía que dentro de nosotros, alentado por el mal espíritu, habita un tirano que se monta en nuestras heridas del pasado y se disfraza de un falso «ángel de luz» para victimizarnos, después atacarnos y, finalmente, menguar nuestros deseos honestos de construir fraternidad y comunidad; por eso nos aconseja que «cuidemos mucho el curso de nuestros pensamientos; pues si el principio, medio y fin es todo bueno e inclinado a todo bien, es seña de ángel bueno; pero si el curso de mis pensamientos acaba en alguna cosa mala que me distrae, me debilita, me inquieta y me turba; me roba la paz y la quietud, es señal clara de que procede del mal espíritu, enemigo de nuestro provecho y salvación» [EE 333]. De ahí la importancia de la oración, del silencio y de la constante búsqueda del Señor.
Es entonces cuando la oración resulta ser como un canto silencioso de fe y confianza. En un mundo que nos cuenta las horas, los minutos y segundos; los logros, éxitos y ganancias, la oración se convierte en un acto de resistencia subversiva, porque ahí aprendemos a callar, a hacer silencio, a escuchar, a esperar y a confiar. Aprendemos a ubicar al mal espíritu y a hacerle frente con valentía a la dictadura de nuestros pensamientos; también, afinamos nuestros sentidos para percibir esa voz cantante del buen espíritu que no deja nunca de aconsejarnos y de cantar para nosotros invitándonos siempre a amar y servir. En la oración hacemos explícito que confiamos en Aquel que puede salvarnos de nuestras desolaciones y confusiones.
Hay una oración de Taizé que suelo cantar con fe cuando me siento invadido por ese opresivo juez que habita también en mí; la comparto con la esperanza de que pueda resultar de ayuda para esos momentos en que nos invaden los pensamientos injustos y no sabemos cómo salir de ese torbellino: «Dios, une todos mis pensamientos en Ti, Tú eres mi luz, no me olvidarás; paciencia y auxilio encuentro sólo en Ti, no comprendo Tus caminos, más Tú sabes qué senda es para mí». Amén.
Genaro Ávila-Valencia, SJ.