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4to de Pascua. Blanco.
Hch 11, 19-26; Sal 86, 1-7.

Evangelio según San Juan 10, 22-30

Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno, y Jesús se paseaba por el Templo, en el Pórtico de Salomón. Los judíos lo rodearon y le preguntaron: «¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si eres el Mesías, dilo abiertamente».

Jesús les respondió: «Ya se lo dije, pero ustedes no lo creen. Las obras que hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy Vida eterna: ellas no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mis manos. Mi Padre, que me las ha dado, es superior a todos y nadie puede arrebatar nada de las manos de mi Padre. El Padre y yo somos una sola cosa».

Jesús, bajando a los infiernos, muestra el triunfo de su resurrección

Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu y en él fue a pregonar a los espíritus que estaban en la prisión (1 Pe 3, 18). Mas no resucitaste para ti solo.

Tu vida era contagiosa y querías repartir entre todos el pan bendito de tu resurrección. Por eso descendiste hasta el seno de Abrahán, para dar a los muertos de mil generaciones la caliente limosna de tu vía recién reconquistada.

Y los antiguos patriarcas y profetas que te esperaban desde siglos y siglos se pusieron en pie y te aclamaron, diciendo: «Santo. Santo. Santo. Digno es el cordero que con su muerte nos infunde vida, que con su vida nueva nos salva de la muerte. Y cien mil veces santo es este Salvador que se salva y nos salva».

Y tendieron sus manos hacia ti. Y de tus manos brotó este nuevo milagro de la multiplicación de la sangre y de la vida.

José Luis Martín Descalzo