Hay quienes piensan que Dios es “propiedad exclusiva” para los que cumplen con todas las normas y se esfuerzan en seguir, con detalle, lo que la Iglesia prescribe. Como si solo escuchara a los “perfectos” seguidores, a quienes se consideran dueños de su favor por “buena conducta”. Sin embargo, cuando miramos la vida de Jesús, encontramos que su mensaje trasciende toda barrera humana. Él mismo dijo: “Tengo otras ovejas que no son de este redil” (Jn 10,16). Con estas palabras, nos muestra que su corazón se extiende mucho más allá de nuestras fronteras.
Quienes piensan que Dios pertenece solo a los que cumplen rigurosamente las leyes de la fe a menudo se sienten incómodos con la idea de un Dios generoso y misericordioso, que derrama su amor incluso en quienes parecen estar más lejos de Él. Prefieren ver a un Dios justiciero que castiga y premia según nuestras obras, que bendice a los “puros” y condena a los que consideran “impíos”. Pero, ¿es ese el Dios que Jesús vino a revelarnos? ¿El Dios que perdona a la adúltera, que acoge a Zaqueo y que sana al leproso? Aquel que se conmovió hasta las lágrimas por la muerte de su amigo Lázaro y que en la cruz pidió perdón por quienes lo crucificaron, es un Dios que va más allá de cualquier etiqueta humana.
Todos llevamos dentro la capacidad de hacer el bien y también de caer en el mal, independientemente de nuestra fe o nuestras creencias. Ambas realidades habitan en el corazón humano. Así que la pregunta no es qué religión profesamos, sino si nos dejamos guiar por el amor, o si nos arrastran el orgullo y el egoísmo. A veces, podemos estar tan centrados en cumplir con ritos y tradiciones que olvidamos lo más esencial: vivir desde un corazón sincero y compasivo.
Es fácil juzgar a los demás cuando nos creemos los guardianes de la verdad, pero, ¿acaso no estamos llamados a ver a cada persona como un hermano, a reconocer que el amor de Dios se derrama sobre todos, incluso sobre quienes aún no conocen su rostro? Dios ve más allá de nuestras apariencias y de lo que nosotros consideramos merecido. Lo que verdaderamente le importa es un corazón dispuesto a hacer el bien, aunque ese bien no se manifieste en grandes gestos, sino en pequeños actos de bondad que hacen la diferencia.
En el silencio de nuestra oración, Jesús nos invita a mirar con sinceridad nuestra vida y preguntarnos: ¿Estoy amando como Él amó, sin juzgar ni imponer condiciones? ¿Soy capaz de ver en los demás el reflejo de ese amor, aunque no piensen o vivan como yo? ¿Cuántas veces he puesto barreras a ese amor por creerme superior o más cercano a Dios?
Dios no tiene propietarios. Él camina junto a cada uno de nosotros, nos busca incluso cuando nos alejamos, nos abraza cuando nos sentimos perdidos, y nos llama una y otra vez, con la esperanza de que algún día, dejemos de aferrarnos a nuestras normas y religiosidad vacía para dejarnos transformar por su amor incondicional. Jesús vino a recordarnos que lo esencial es el corazón. Lo demás, por más correcto que parezca, no es más que un reflejo pálido y parcial del verdadero rostro de Dios. Vivir como Jesús vivió es dejar de preguntar “quién está dentro” y “quién está fuera”, y simplemente amar con un amor que rompe toda barrera.
Que esta reflexión nos ayude a descubrir un Dios que no se deja encerrar en nuestros esquemas. Un Dios que abraza a todos sin excepción. Un Dios que sigue buscando otras ovejas, fuera de nuestros rediles, para que también conozcan su rostro y su abrazo de Padre.
Javier Rojas, SJ.