Todo lo que nos ocurre es una oportunidad para vivir, siempre y cuando estemos dispuestos a comprender lo que nos sucede. El crecimiento y la maduración humana tiene un paradójico proceso: para que lo nuevo nazca, lo anterior debe morir. Éste es el proceso que vivió Iñigo de Loyola que lo llevo a convertirse en San Ignacio de Loyola.
Para que una nueva oportunidad surja, debemos pasar antes por la pérdida. Este es el misterio tan conocido de la muerte y resurrección. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Aquella derrota en Pamplona no fue sino para el joven hidalgo el momento de caer en tierra y morir a sus vanos deseos de ganar honra para dar lugar a que lo auténtico y verdadero pudiera ver la luz.
Una experiencia, cualquiera sea, bien vivida es un potencial de vida increíble. No solamente nos hace más fuertes y más sabios, sino que además ayuda a quitarnos de encima lo que no nos pertenece. Tenemos muchos más mandatos externos, ideas fijas y creencias falaces, que convicciones propias.
Juan Velázques, Tesorero del Reino de Castilla, tomó al joven Iñigo como paje en el servicio de la corte con el fin de hacer de él un buen caballero, pero Dios lo tomó luego de caer en tierra para convertirlo en un hombre con grandes deseos de servir a un Rey Eterno. Los caminos de Dios son muy distintos a la de los hombres.
La mayoría de las personas tiene la vida guionada desde fuera y viven como marionetas. Cada uno de nosotros debe vivir con luz propia y darse cuenta de que, en toda situación de crisis o dificultad, siempre surge vida nueva si tenemos la valentía y el coraje de no echarnos atrás.
Comprender lo que nos sucede es lo que nos permite tomar decisiones que transforman nuestra manera de vivir. Esa nueva luz, que nace en nosotros después de cada etapa vivida a fondo y consciente, es la que no se debe esconder.
Javier Rojas, SJ.