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Feria. Verde.
1 Reyes 2, 1-4. 10-12; 1 Crónicas 29, 10-12.

Evangelio según San Marcos 6, 7-13

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce, los envió de dos en dos y les dio poder sobre los espíritus inmundos. Les mandó que no llevaran nada para el camino: ni pan, ni mochila, ni dinero en el cinto, sino únicamente un bastón, sandalias y una sola túnica.

Y les dijo: «Cuando entren en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar. Si en alguna parte no los reciben ni los escuchan, al abandonar ese lugar, sacúdanse el polvo de los pies, como una advertencia para ellos».

Los discípulos se fueron a predicar el arrepentimiento. Expulsaban a los demonios, ungían con aceite a los enfermos y los curaban.

Ser luz 

Con la muerte del poeta cubano Nicolás Guillén ha venido a mi memoria una copia suya que siempre me pareció un programa de vida formidable que ya me gustaría a mí haber realizado en mis años: Ardió el sol en mis manos, que es mucho decir;
ardió el sol en mis manos y lo repartí, que es mucho decir.
Efectivamente, es mucho poder decir de un ser humano que ha logrado esa doble maravilla: que el sol arda en sus manos y que haya sabido repartirlo. No sé cuál de las dos hazañas es más prodigiosa.

Naturalmente, cuando hablamos de que a alguien le arde el sol en las manos lo que estamos diciendo es que tiene la vida llena, radiante, que sus años han sido luminosos como antorchas, que tuvo una gran ilusión que dio sentido a sus horas, que estuvo vivo, en suma. Una gran hazaña, como digo. Porque, desgraciadamente los más de los humanos pasan por la tierra apagados, sin tener nada que dar ni que decir, con sus almas como candiles sin luz. Sólo los santos, los genios, los grandes amantes, tienen el sol en las manos. Son personas que, cuando pasan a nuestro lado, dejan un rastro en nuestro recuerdo, en nuestras vidas. Porque tienen luz, porque sus almas están llenas y despiertas.

¿Y por qué ellos tiene luz y la mayoría no? (…) Sólo tiene luz el que ha ido recogiéndola, cultivándola. La luz, la belleza, están en el mundo, pero hay que ir sabiendo recogerla. Y hay que empezar por tener las manos abiertas (…). El alma sólo brilla después de muchos años de esfuerzo de recogida. ¡Pero qué milagro morirse con el alma encendida! «ES mucho decir», como canta el poeta.

Pero el milagro dos es saber repartir esa luz. La luz es algo que, por su propia naturaleza, es para compartir y repartir. No se da a los hombres para meterla bajo la cama, sino para ponerla sobre el candelero y que alumbre a todos los de la casa y del mundo. (…).

Hay que repetir esto hasta que se entienda: la fraternidad, el amor, la entrega, no son cosas añadidas para que un hombre sea santo o perfecto. Son la sustancia del hombre. El hombre como individuo solitario no es hombre del todo. El hombre es hombre cuando vive en comunidad y para la comunidad. Cuando sirve a alguien. Cuando ama a alguien. Entonces es cuando nace como ser humano.

(…) La luz del alma sólo es luz cuando es repartida, compartida.

(…) Los genios son genios no por lo que producen, sino por lo que proyectan, por lo que reparten. Un genio no es un hombre que tiene el alma muy grande, sino un hombre de cuya alma podemos alimentarnos. En los santos la cosa es aún más clara: son santos porque no se reservaron para sí, sino que se entregaron a todos cuantos les rodeaban.

Por eso, qué bien si, como dice el poeta, pudieran decir de nosotros que teníamos el sol en nuestras manos y que nos dedicamos a repartirlo a rebanadas. Entonces habríamos estado verdaderamente vivos.

José Luis Martín Descalzo.