Feria. Verde. Memoria libre. San Jerónimo Emiliano (Blanco).
Santa Josefina Bakhita, virgen (Blanco).
Gén 2, 4b-9. 15-17; Sal 103, 1-2ª. 27-30.
Evangelio según San Marcos 7, 14-23
Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: «Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. ¡Si alguien tiene oídos para oír, que oiga!». Cuando se apartó de la multitud y entró en la casa, sus discípulos le preguntaron por el sentido de esa parábola. El les dijo: «¿Ni siquiera ustedes son capaces de comprender? ¿No saben que nada de lo que entra de afuera en el hombre puede mancharlo, porque eso no va al corazón sino al vientre, y después se elimina en lugares retirados?». Así Jesús declaraba que eran puros todos los alimentos. Luego agregó: «Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre»
Ser mirado
Parece que, en definitiva, todo es cuestión de una “simple” mirada. Si nos miraron o no, si nos prestaron atención o no, si nos comprendieron o no, si pudieron captar en mis ojos aquel deseo profundo que no se puede expresar con palabras. ¡Cuán profundo es el deseo de ser amado y cuánta necesidad existe de encontrar alguien a quien amar!
Una mirada tiene el poder para transmitir lo que las palabras muchas veces no pueden comunicar. Basta con mirar a los ojos a una persona para darse cuenta de ello. Ellos son las ventanas del alma, como hemos oído decir muchas veces, pero también son el espejo donde nos reflejamos, donde a veces nos reconocemos a nosotros mismos. A través de una simple mirada podemos dar y recibir amor, aceptación, respeto y valoración.
Una simple mirada tiene la fuerza y el poder para salvar, pero también para condenar. Solo con mirar podemos transmitir ánimo para levantar a quién ha tropezado y caído, pero también podemos hundir y humillar.
Desde pequeños las miradas nos han marcado, bastaba con mirar a los ojos a papá o mamá para entender lo que querían. Aquellas miradas nos marcaron, nos hicieron entender cuáles eran los límites que no se podían atravesar, nos enseñaron a hacer silencio, nos indicaron cuando comenzar con algo y, sobre todo, nos expresaron amor. Pero también vimos en ellos, tristeza y desilusión. En la mirada de nuestros padres aprendimos a leer las intenciones que hay en el corazón.
Jesús miró a aquel hombre subido en el árbol y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. No sé si alguna vez has sentido una mirada llena de amor, pero te puedo asegurar que atraviesa el alma y llega hasta lo profundo del ser. Impacta tan fuertemente que es casi imposible volver a ser el mismo.
Javier Rojas, SJ.
8 de febrero: San Jerónimo Emiliano: Convertido a los 25 años, el patricio de Venecia Jerónimo Emiliano (1486-1537) dedicó su vida a la atención de los menesterosos, los enfermos y los huérfanos. Junto con varios compañeros que le siguieron, fundó, cerca de Bérgamo, la Orden de los clérigos regulares de Somasca. San Jerónimo murió, victima de la peste, al servicio de los enfermos.
o bien: Santa Josefina Bakhita: Nació en 1869 cerca de la región del Darfur (Sudán). Cuando era todavía una niña, fue raptada y vendida en varios mercados de esclavos de África. Vivió una cruel servidumbre y, finalmente, fue liberada. Se convirtió al cristianismo y fue religiosa en las “Hijas de la Caridad”. Durante más de 50 años vivió dedicada a diversos trabajos en su comunidad religiosa. Ya anciana, tuvo una enfermedad larga y dolorosa. Su vida sencilla y humilde estuvo marcada por las bienaventuranzas evangélicas. Fue pobre de espíritu, bondadosa, misericordiosa, limpia de corazón, constructora de paz. Murió el 8 de febrero de 1947, fue beatificada en 1992 y canonizada por Juan Pablo II° el 1° de octubre de 2000.