Feria. San Juan XXIII. (ML). Verde/Blanco.
Jon 3, 10; 4, 1-11; Sal 85, 3-6. 9-10.
Evangelio según San Lucas 11, 1-4
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo entonces: “Cuando oren, digan: Padre, santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano; perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a aquellos que nos ofenden; y no nos dejes caer en la tentación”.
Decálogo de la serenidad
Uno de mis «vicios» es mi especialísimo cariño a Juan XXIII, que fue, sin duda, el ser humano que más me ha enseñado sobre la vida y sobre el alma.
Y una de las cosas que más me asombraron siempre en él era aquella extraña, casi milagrosa, serenidad que mantenía ante los problemas y ante las tormentas de su vida, que no fueron pocas, aunque él lo disimulase. Yo recuerdo, por ejemplo, aquel día de octubre de 1962 en que pareció que el Concilio Vaticano iba a dividirse en dos, cuando la mayoría de los obispos centroeuropeos y del Tercer Mundo se «cargó» el más importante de los esquemas preparados por la Curia Romana y los prelados más conservadores. La situación era bastante desconcertante, porque el número de votos contra el esquema superaba la mitad, pero no alcanzaba los dos tercios. Con lo que (como un documento no podía ser aprobado ni derribado más que por más de dos tercios) el texto seguía jurídicamente en pie, aun estando en minoría, pero todos sabíamos que tenía una vida artificial, pues nunca alcanzaría los dos tercios para ser aprobado. Sólo una intervención del Papa modificando el reglamento podía hacer salir del atasco, y era mucho pedirle a Su Santidad Juan XXIII que también él se pusiera contra los autores del texto (sus más íntimos colaboradores, elegidos por él). Aquella tarde el secretario del Papa llamó por teléfono al colegio Pío, Latino para decir que, aunque el Pontífice tenía señalado el día siguiente para ir a inaugurarlo, «como aquella tarde hacía un sol precioso», le apetecía darse un paseo. Y que si podía, de paso, inaugurarlo aquella misma tarde. Así lo hizo.
Yo estuve allí. Y recuerdo que el Papa hizo la homilía más hermosa que jamás le escuché y que, en ella, nos recitó de memoria una preciosa oración a la Virgen que él solía rezar siempre de niño. Estuvo el Papa feliz y no dejó de sonreír ni un solo segundo. Y yo me preguntaba: «Pero, este hombre, ¿qué es?, ¿un frívolo? Con el follón que tiene montado en el Concilio, ¿lo que le preocupa es darse un paseo porque hace un sol precioso y hablar infantilmente de la Virgen María?». A la mañana siguiente tuvo la respuesta: El Papa creaba una nueva comisión mixta para elaborar un nuevo esquema, y en ella integraba a los conservadores y a los más avanzados, sin humillar a nadie, pero permitiendo al Concilio seguir su camino. Y aquella mañana mi pregunta fue otra: ¿De dónde sacaba el papa Juan XXIII esa asombrosa serenidad que le permitía no perder nunca la calma? Años más tarde, cuando se publicó su Diario del alma, entendimos muchas de las claves de su vida. Y ésta entre otras.
Descubrimos que esa serenidad la sacaba, ante todo, de su alma de santo en contacto con el Sobrenatural, pero también de su inteligente sabiduría humana. Concretamente allí, con ese libro, explicaba el Papa (mucho antes de serio) que él nunca se proponía las cosas a plazo largo, porque la idea de tener que hacer «siempre» una cosa le habría descorazonado, y que, en cambio, era capaz de hacer lo más difícil si se lo proponía sólo por doce horas, pero repitiendo cada día ese propósito.
A esta luz había escrito, de muy joven, este decálogo que yo ofrezco hoy a mis lectores:
1. Sólo por hoy trataré de vivir exclusivamente al día, sin querer resolver los problemas de mi vida todos de una vez.
2. Sólo por hoy tendré el máximo cuidado de mi aspecto: cortés en mis maneras, no criticaré a nadie y no pretenderé criticar o disciplinar a nadie, sino a mí mismo.
3. Sólo por hoy seré feliz en la certeza de que he sido creado para la felicidad, no sólo en el otro mundo, sino en éste también.
4. Sólo por hoy me adaptaré a las circunstancias, sin pretender que las circunstancias se adapten todas a mis deseos.
5. Sólo por hoy dedicaré diez minutos a una buena lectura; recordando que, como el alimento es necesario para la vida del cuerpo, así la buena lectura es necesaria para la vida del alma.
6. Sólo por hoy haré una buena acción y no lo diré a nadie.
7. Sólo por hoy haré por lo menos una cosa que no deseo hacer; y si me sintiera ofendido en mis sentimientos, procuraré que nadie se entere.
8. Sólo por hoy me haré un programa detallado. Quizá no lo cumpliré cabalmente, pero lo redactaré. Y me guardaré de dos calamidades: la prisa y la indecisión.
9.- Sólo por hoy creeré firmemente, aunque las circunstancias demuestren lo contrario, que la buena Providencia de Dios se ocupa de mí, como si nadie más existiera en el mundo.
10.- Sólo por hoy no tendré temores. De manera particular no tendré miedo de gozar de lo que es bello y de creer en la bondad.
Desde luego, si sólo por hoy soy capaz de cumplir tres o cuatro de estos mandamientos, y si mañana repito alguno de estos y cumplo alguno más, y pasado mañana hago míos otros dos o tres, terminaré teniendo no la serenidad de Juan XXIII (porque esa es una quiniela gorda que sólo toca dos o tres veces por siglo), pero sí la suficiente serenidad para ir cumpliendo mi oficio y ser feliz
José Luis Martín Descalzo.