De la feria. Verde.
Gén 3, 23ª; 4, 1-15.25; Sal 49, 1. 8, 16b-17. 20-21.
Evangelio según San Marcos 8, 11-13
Llegaron los fariseos, que comenzaron a discutir con él; y, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Jesús, suspirando profundamente, dijo: «¿Por qué esta generación pide un signo? Les aseguro que no se le dará ningún signo». Y dejándolos, volvió a embarcarse hacia la otra orilla.
Maldita impaciencia
La inmediatez puede ser una promesa envenenada. Te acostumbras a tenerlo todo al momento. Y pierdes la costumbre de esperar, o de disfrutar de la memoria de los momentos buenos, porque demasiado pronto vuelves a pensar: ‘Quiero más’. ‘Lo quiero ya’. ‘Lo quiero ahora…’. Es el mismo grito urgente que te impide aceptar con gusto la espera cuando lo bueno se retrasa. Y el primer agobiado es uno mismo, incapaz de saborear la vida, engulléndola con un ansia que nunca se sacia.
Dice San Pablo que el amor es paciente… ¡Ojalá! Uno se siente a menudo impaciente, preso de las prisas, temeroso de los silencios, queriendo marcar los ritmos. Y la incapacidad de atesorar lo vivido es en parte inseguridad, en parte miedo y en parte falta de fe. Pero, en cualquier caso, duele, aprisiona y nos aboca a la tristeza. Creo que uno de los principales caminos hacia la libertad es ir cultivando esa capacidad para gustar despacio las cosas, para agradecer lo vivido o saber esperar lo que está por venir.
Cuesta dejar que se serenen los días. Pero es un aprendizaje muy necesario en este mundo de vértigo e inminencia. Así que, si agobia la urgencia, toca cerrar los ojos, respirar hondo, reírse un poco de la propia fragilidad y desprenderse de las cadenas con algo de estilo, buenas dosis de humor y una pizca de fe.
José María Rodríguez Olaizola