Viernes después de Ceniza. Morado.
Is 58, 1-9a; Sal 50, 3-6a. 18-19.
Evangelio según San Mateo 9, 14-15
En aquel tiempo, los discípulos de Juan fueron a ver a Jesús y le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos no ayunan, mientras nosotros y los fariseos sí ayunamos?” Jesús les respondió: “¿Cómo pueden llevar luto los amigos del esposo, mientras él está con ellos? Pero ya vendrán días en que les quitarán al esposo, y entonces sí ayunarán”.
La esperanza es la luz que brilla en la oscuridad. No importa lo difícil que parezca la situación, siempre hay esperanza.
La luz que brilla en los momentos de sombras es un faro interior, una llama de optimismo que ilumina el sendero en las circunstancias más desafiantes. No importa la complejidad de la situación, la esperanza siempre persiste. Sirve como un constante recordatorio de que, incluso en medio de la adversidad, se abren oportunidades para el cambio y el crecimiento.
Citando a Aristóteles, quien afirmó que «la esperanza es el sueño del hombre despierto», se nos insta a comprender que la esperanza no es una quimera pasiva, sino un sueño activo, un anhelo que nos motiva a tomar acciones y buscar un porvenir más prometedor. La esperanza actúa como el motor que nos impulsa a avanzar, a pesar de los obstáculos y desafíos que podamos enfrentar.
En su esencia, la esperanza nos capacita para mirar más allá de las circunstancias presentes y concebir un futuro mejor. Nos brinda la capacidad de imaginar un mundo en el que nuestras dificultades son superadas, y nuestros sueños encuentran realización.
Por tanto, indistintamente de lo sombrío que pueda parecer el trayecto, siempre es crucial mantener viva la esperanza. Porque, en última instancia, la esperanza actúa como la luz que resplandece en la oscuridad, un sueño despierto que nos orienta hacia un futuro más alentador.
Javier Rojas, SJ.
Camino de Cuaresma.
Una luz en el desierto – Parte 2.