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Feria (Verde).
1Sam 24, 3-21; Sal 56, 2-4. 6. 12.13.

Evangelio según San Marcos 3, 13-19

Jesús subió a la montaña y llamó a su lado a los que quiso. Ellos fueron hacia él, y Jesús instituyó a doce, a los que les dio el nombre de Apóstoles, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar a los demonios.

Así instituyó a los Doce: Simón, al que puso el sobrenombre de Pedro; Santiago, hijo de Zebedeo, y Juan, hermano de Santiago, a los que dio el nombre de Boanerges, es decir, hijos del trueno; luego, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago, hijo de Alfeo, Tadeo, Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó.

Entonces mandó a sus discípulos que le prepararan una barca, para que la muchedumbre no lo apretujara. Porque, como sanaba a muchos, todos los que padecían algún mal se arrojaban sobre él para tocarlo.

Y los espíritus impuros, apenas lo veían, se tiraban a sus pies, gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Pero Jesús les ordenaba terminantemente que no lo pusieran de manifiesto.

Contigo

Me llamaste
cuando no esperaba.
No tenía tiempo,
ni tenía ganas.
¿A dónde querías
que me dirigiera?
¿De qué pretendías
que me despojara?
¿Por qué cuestionabas
mis seguridades?
¿A qué me llamabas?
¿No era, tu llegada,
otra vez lo mismo?
¿No era tu evangelio
una cantinela
ya domesticada?
No te conformaste
con que me escondiera
tras excusas huecas
y necias palabras.
No me permitiste
levantar un muro
para defenderme
de tus enseñanzas.
A cada barrera
que yo construía
tu amor oponía
una nueva escala
con la que venciste
mi falta de agallas.
Y seguí tus pasos
en largas jornadas.
Me senté a tu mesa
una madrugada.
Le diste la vuelta
a lo que soñaba.
Y ahora no comprendo
mi vida sin ti.
Contigo soy todo.
Fuera de ti, nada.
José María Rodriguez Olaizola, SJ.