2° Domingo de Cuaresma. Morado.
Génesis 22, 1-2.9-13.15-18; Salmo 115, 10.15-19; Romanos 8, 31b-34.
Evangelio según San Mateo 9, 2-10
Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo».
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significará «resucitar de entre los muertos».
Puntos para tu oración
Podemos identificar tres etapas en el seguimiento de Jesús. Todo comienza cuando nos sentimos tomados por Él. Su presencia nos seduce, nos cautiva su mensaje y el amor que nos manifiesta nos hace sentir que somos abrazados y aceptados incondicionalmente desde lo profundo de nuestro ser. Este es el instante en que sentimos que nuestra vida es suya.
A esta primera experiencia de ser tomados sigue la invitación a ser sus discípulos y vivir conforme a sus enseñanzas y estilo de vida. Esta es la segunda etapa de nuestra fe que está llamada a madurar. Somos «llevados a un monte elevado», signo de la fe que crece y aprendemos a mirar la realidad desde otra perspectiva, y no solo la humana.
Desde la fe madura, todo se ve de una manera nueva. Comprendemos nuestras vivencias, dolores, aciertos y pérdidas de una manera nueva, más integrada y con un nuevo sentido. A partir de la fe que va madurando podemos reconciliar las experiencias de nuestra vida, reconciliarnos con nosotros mismos y con los demás.
En ese «monte elevado» vemos a Jesús de manera nueva, se transfigura, su presencia nos clarifica nuestra vida, nuestro origen y destino, y nos revela aquello que permanecía oculto a nuestros ojos. Las transfiguraciones de Jesús son esos momentos en nuestra vida en que recibimos su luz que ilumina nuestras oscuridades. Esos instantes en que percibimos los vaivenes de nuestra vida con una claridad que nos permite integrar todo lo que vivimos.
Comprendemos nuestras caídas y valoramos mejor nuestros intentos. Cuando Jesús nos ilumina con su gracia, cuando se transfigura y su luz ilumina toda nuestra existencia, nos damos cuenta de que somos hombres necesitados, frágiles, incoherentes, heridos. Caemos en la cuenta de que seguir a Jesús no es solo cuestión de entusiasmo o esfuerzo, sino de docilidad a su gracia. Dios nos sostiene con su gracia y nos «pone con su hijo», -como diría San Ignacio- en el seguimiento.
Esta es la tercera etapa de la fe; el discípulo entiende que «lleva un tesoro en vasija de barro». El discípulo que se deja iluminar por la transfiguración de Jesús es aquel que es más consciente de sus límites y pobreza, pero también de sus deseos hondos de configurarse con su Maestro. Este discípulo ahora “también transfigurado” por la gracia de Dios, es más verdadero y conoce mejor su humanidad frágil, pero también sabe que es Dios quien sostiene sus pasos.
Javier Rojas, SJ.