Santiago, apóstol. (F). Rojo.
2Co 4, 7-15 (o bien: Hch 4, 33; 5, 12. 27-33; 12, 2); Sal 125, 1-6.
Evangelio según San Mateo 20, 20-28
La madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante Él para pedirle algo. “¿Qué quieres?”, le preguntó Jesús. Ella le dijo: “Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda”. “No saben lo que piden”, respondió Jesús. “¿Pueden beber el cáliz que Yo beberé?”. “Podemos”, le respondieron. “Está bien, les dijo Jesús, ustedes beberán mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda, no me toca a mí concederlo, sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre”. Al oír esto, los otros diez se indignaron contra los dos hermanos. Pero Jesús los llamó y les dijo: “Ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga su esclavo: como el Hijo del hombre, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”.
Padre Nuestro
Señor, cuando me encierro en mí, no existe nada: ni tu cielo y tus montes, tus vientos y tus mares; ni tu sol, ni la lluvia de estrellas. Ni existen los demás ni existes Tú, ni existo yo. A fuerza de pensarme, me destruyo. Y una oscura soledad me envuelve, y no veo nada y no oigo nada.
Cúrame, Señor, cúrame por dentro, como a los ciegos, mudos y leprosos, que te presentaban. Yo me presento. Cúrame el corazón, de donde sale, lo que otros padecen y donde llevo mudo y reprimido el amor tuyo, que les debo. Despiértame, Señor, de este coma profundo, que es amarme por encima de todo.
Que yo vuelva a ver a verte, a verles, a ver tus cosas a ver tu vida, a ver tus hijos… Y que empiece a hablar, como los niños, –balbuceando–, las dos palabras más redondas de la vida:
¡Padre Nuestro!
Ignacio Iglesias, SJ.