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Feria. Santa Catalina de Alejandría. (ML). Verde/Rojo.
1M 6, 1-13; Sal 9, 2-4. 6. 16. 19.

Evangelio según San Lucas 20, 27-40

Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: “Maestro, Moisés nos ha ordenado: ‘Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda’. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”. Jesús les respondió: “En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que son juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección no se casan. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.

Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor ‘el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob’. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”. Tomando la palabra, algunos escribas le dijeron: “Maestro, has hablado bien”. Y ya no se atrevían a preguntarle nada.

Más allá

A veces tenemos la sensación que ya está todo vivido, que pocas cosas podrían conmovernos en lo profundo. Son momentos de especial desaliento: no tienen por qué tener su causa en una tragedia, pero siembran la desesperanza poco a poco, dejándonos fríos ante la maravilla que nos rodea diariamente.
En estos casos, conviene agarrarse a la intuición ignaciana del «Deus semper maior»: lo de Dios siempre va más allá de lo que podamos imaginar, pensar, calcular. Nos desborda, sale por donde no esperábamos, nos sobrecoge cuando menos lo buscamos. Y si esto es cierto, no lo es menos que también tenemos que poner de nuestra parte, y buscar un momento en el día en el que poder parar, y volverme a desacostumbrar a los milagros cotidianos. Sigo respirando, pensando, amando. Sigue amaneciendo, y anocheciendo. Siento, y padezco. Río y lloro. Dios lo crea todo para mí… y me sigo sorprendiendo.

Espiritualidad ignaciana