De la feria. Verde.
Heb 11, 32-40; Sal 30, 20-24.
Evangelio según San Mateo 4, 25—5, 12
Jesús y sus discípulos llegaron a la otra orilla del mar, a la región de los gerasenos. Apenas Jesús desembarcó, le salió al encuentro desde el cementerio un hombre poseído por un espíritu impuro. Él habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo,
ni siquiera con cadenas. Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo. Día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras. Al ver de lejos a Jesús, vino corriendo a postrarse ante él, gritando con fuerza: “¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo de Dios, el Altísimo? ¡Te conjuro por Dios, no me atormentes!”. Porque Jesús le había dicho: “¡Sal de este hombre, espíritu impuro!”. Después le preguntó: “¿Cuál es tu nombre?”. Él respondió: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos”. Y le rogaba con insistencia que no lo expulsara de aquella región. Había allí una gran piara de cerdos que estaba paciendo en la montaña. Los espíritus impuros suplicaron a Jesús: “Envíanos a los cerdos, para que entremos en ellos”. Él se lo permitió. Entonces los espíritus impuros salieron de aquel hombre, entraron en los cerdos, y desde lo alto del acantilado, toda la piara –unos dos mil animales– se precipitó al mar y se ahogó. Los cuidadores huyeron y difundieron la noticia en la ciudad y en los poblados. La gente fue a ver qué había sucedido. Cuando llegaron adonde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su sano juicio, al que había estado poseído por aquella Legión, y se llenaron de temor. Los testigos del hecho les contaron lo que había sucedido con el endemoniado y con los cerdos.
Entonces empezaron a pedir a Jesús que se alejara de su territorio. En el momento de embarcarse, el hombre que había estado endemoniado le pidió que lo dejara quedarse con él.
Jesús no se lo permitió, sino que le dijo: “Vete a tu casa con tu familia, y anúnciales todo lo que el Señor hizo contigo al compadecerse de ti”. El hombre se fue y comenzó a proclamar por la región de la Decápolis lo que Jesús había hecho por él, y todos quedaban admirados.
El amor primero
¿No te ha ocurrido que muchas veces no te aguantas ni a ti mismo? También en la oración y en la vida espiritual. Con frecuencia andamos ofuscados, irascibles, nos cansamos. Sentimos que todo nos agota o nos genera apatía. Nuestra vida interior anda demasiado agitada y desordenada, como embotada, nos deja fríos y no obtiene ni paz ni fruto. No nos encontramos con nosotros mismos y es difícil encontrarse con Dios o, mucho menos, llevar ese encuentro a los demás, que acaban siendo el blanco de nuestra frustración.
Y no sabemos realmente que nos pasa. Nos invaden los agobios, las prisas, la saturación, las relaciones, los proyectos, los planes, los compromisos, las expectativas. Y corremos el riesgo de seguir penetrando en un callejón sin salida. Es en esos casos cuando más aún hay que volver al amor primero, a mi principio y fundamento (mi por qué y mi para). La rutina nos ha ido alejando de ese amor primero, de ese punto de encuentro íntimo en el que Dios ya nos ha habitado y siempre tiene algo que decir personalmente para cada uno. En el que recordamos como nos dice Yo te amo y Yo cuento contigo, Yo me he hecho hombre por ti.
Cuando refrescamos eso y nos situamos ahí, nuestra vida interior vuelve a ordenarse y resetearse, la brújula se reorienta y vemos con claridad la dirección adecuada. Es un movimiento de descentramiento que nos saca de nosotros mismos, de nuestro ensimismamiento agobiante, para dirigir la mirada a un Dios que tiene una palabra que decir para nosotros de manera concreta y personal, en nuestra realidad cotidiana, y que lo manifiesta, de manera tangible y para que no nos sea difícil de comprender, en el rostro de tantas personas. Ese amor primero puede dibujarse en cualquier persona, en cualquier rostro, tu pareja, un amigo, alguien de paso, quien menos te lo esperas o la persona que tiene más cerca. Y a partir de esto las constantes de nuestra relación con Dios, de nuestro corazón, se van reequilibrando porque apuntan a donde tienen que apuntar. No hacia nosotros mismos, sino hacia ese Dios que nos abre a los demás y es ahí donde nos sitúa, y es ahí donde nos llena. Y es ahí donde nuestra vida se hace plena y tiene sentido, si es vivida desde nuestro amor primero, desde nuestro principio y fundamento. Más allá de agobios, más allá de dudas.
“Porque donde está tu tesoro, está también tu corazón” (Mt 6,21). Y empezamos a encontrarnos y sobrellevarnos, y empezamos a comprender.
Antonio José Campos