Cuando los Discípulos volvieron de la misión a la que el Señor los había enviado, los evangelistas nos presentan una escena interesante. Ellos, llenos de entusiasmo, cuentan a Jesús todas las maravillas que han experimentado. Y Él les invita a retirarse a un lugar solitario a reflexionar. Parece decirles que sólo en la soledad podrán descubrir el sentido de todo lo que han experimentado. ¿Por qué esa necesidad de la soledad? Pienso que San Ignacio la analiza muy bien en lo que dice en la Anotación 20 de los Ejercicios. Cito: “En los cuales (Ejercicios) tanto más se aprovechará cuanto más se aparte de todos amigos y conocidos, y de todas cosas terrenas…tomando otra casa para habitar en ella cuanto más secretamente pueda. De este apartamiento se siguen tres provechos principales, entre otros muchos… Estando así apartado, no se tiene el entendimiento en muchas cosas, sino que se pone todo el cuidado en una sola, en servir a Dios y aprovechar a su propia alma. Usando los potenciales naturales más libremente para buscar atentamente lo que uno tanto desea”.
La soledad nos brinda un espacio de libertad, para buscar, entrar en contacto, con esos deseos profundos de nuestro corazón en los que se juega el sentido último de la vida. Una breve reflexión sobre esas palabras:
Libremente. Vivimos acosados por eslóganes de la publicidad, por ideologías, por relaciones, por mil cosas que condicionan enormemente nuestra libertad. “Eso es lo que piensa cualquier persona con sentido práctico”…”“Es que si no, te van a hacer la vida difícil…”; “Eres demasiado idealista. Pon un poco más los pies en la tierra…”; “No sé cómo puedes vivir sin…” ¿Quien no ha escuchado comentarios de ese estilo hasta saciarse? Pues eso es lo que nos dice Ignacio. Cuando se tiene que tomar una decisión importante, hace falta crearse un espacio de libertad en el que se pueda reflexionar, evaluar o, por decirlo en nuestro lenguaje ignaciano, discernir. Algo así como decirse a sí mismo, “Eso es lo que otros piensan y dicen. ¿Y yo? ¿Qué pienso, qué quiero de verdad?” Es indudable que la soledad ofrece ese espacio.
Buscar. Estamos hablando del sentido último de la vida, estamos hablando de lo que todo ser humano anhela, la felicidad, estamos hablando de lo que Jesús llamaba el Reino, el proyecto, el sueño de Dios para el mundo. Y este es un tesoro escondido, una perla preciosa que hay que buscar. Buscar quiere decir no dejar que la vida me vaya sucediendo sin que yo trate de darle un rumbo. Buscar significa no instalarse en lo ya conseguido, sino abrirse a lo nuevo. Buscar significa preguntarse por qué y no contentarse con respuestas prefabricadas. Y hacer esto de verdad, hacer esto con la disponibilidad para cambiar cuando la vida lo pide, no es fácil y, no pocas veces, da miedo. Pero nos alienta la promesa de que “quien busca encontrará, y al que llama se le abrirá” ¿Y cómo puede uno hacerse esas preguntas fundamentales, atrapado en el ritmo vertiginoso del día a día? ¿No necesitamos momentos de retirarnos, casi diría de escaparnos al “desierto”, de romper ese ritmo frenético con momentos de soledad para poder entrar en lo profundo de nosotros mismos y cuestionarnos, para atrevernos a pensar que, quizá, se puede vivir de otra manera, para buscar y, así, seguir siempre aprendiendo?
Lo que tanto deseo. Parafraseando el refrán “Dime con quién andas y te diré quién eres” creo que también se puede decir, “Dime qué deseas y te diré quién eres”. Los deseos que anidan en lo hondo de uno mismo son los que dan dirección a una vida. Vivimos en una cultura consumista que está organizada para crear deseos y necesidades artificiales. Y esos deseos tienden a ahogar los deseos profundos, los que me dicen quién soy y qué quiero hacer de mi vida. Y es en la soledad donde esos deseos afloran y llaman a la puerta insistentemente. Lo importante es “que no sea sordo a su llamamiento”.
¡Qué importante es en la vida hacer ese camino desde la soledad temida a la soledad buscada y habitada!
José Javier Aizpún, SJ.