A discernir se aprende discerniendo, como parte de la vida espiritual, sin vida espiritual no hay discernimiento, habrá toma de decisiones y elecciones, pero no tendrán el deseo original de mirar la realidad como Jesús. Discernir es identificarnos con su mirada. Al discernir elegimos, pero discernir no es el arte de tomar buenas decisiones personalmente o en grupo, sino elegir desde la mirada de Dios a la realidad.
Discernir es mirar la realidad como Jesús, es escuchar su Espíritu entre los ruidos de espíritus diversos que tiran también de mi, y llevar esa mirada repetidamente a la oración, a la conversación espiritual y a la vida. Así descubrimos que es posible ser indiferente en sentido ignaciano, esto es una libertad interior para elegir aquello que me lleva mejor a actuar como Jesús. La indiferencia es un don, no es cuestión de puños y esfuerzo personal. La indiferencia es el regalo que me permite sentir que todo me de igual con tal de seguir a Cristo. La indiferencia ignaciana es un amor que se inclina gracias a un amor mayor. Para descubrir una indiferencia así es necesaria la vida espiritual
La vida espiritual es lo que hay entre los retiros, los ejercicios espirituales o los sacramentos. Si yo quiero llevar la luz de Dios a una zona de mi vida es como cuando quiero llevar la luz a una zona del país. Hay postes del tendido eléctrico, torres de alta tensión, pero el cable debe llevar la electricidad al lugar que quiero iluminar, no basta con poner los postes. Hay momentos de fuerza espiritual que no se pueden quedar aislados como un poste sin hilos, sino que tienen que extenderse para iluminar las zonas en las que la oscuridad parece haber vencido. Los discípulos no lograron unir su experiencia del Monte Tabor con la de Getsemaní o el Gólgota.
Existe una vida espiritual personal que se nutre de encontrar espacios y tiempos sagrados para armonizar en ellos el interior y el exterior. Las herramientas Ignacianas de la oración y el examen, sirven para llevar la luz del Señor a todos los rincones de la casa y no dejar baldosa sin barrer, porque podemos encontrar la moneda que se nos había perdido.
Hay una vida espiritual de la comunidad que depende de cuidar también los espacios y tiempos sagrados de la comunidad, o de la familia, para equilibrar su interioridad y sus tareas y responsabilidades externas. Una comunidad volcada hacia dentro es una comunidad que acaba quemada, una comunidad sólo volcada hacia fuera acaba disuelta. Las herramientas espirituales son la celebración, el compromiso solidario y la conversación espiritual. Una comunidad necesita luz, tanto en la dificultad de la última cena, como en la alegría de Pentecostés.
Y también hay una vida espiritual social y global marcada por los procesos que incumben a cada sociedad y a todo el planeta. Hemos crecido en conciencia de nuestra responsabilidad en el cuidado de la Casa Común. Estamos invitados a vivir la fraternidad de todos los seres humanos. Caminamos hacia una mayor conciencia global en la que nos importa lo que sucede en otros lugares del mundo. Ya sea en negativo: catástrofes humanitarias, cambio climático, guerras y destrucción. Como en positivo: avances científicos, hazañas deportivas, movimientos sociales integradores y pacíficos.
La contemplación Ignaciana nos lleva a unir la Palabra de Dios con los acontecimientos del mundo. Oramos con el periódico y la Biblia. Siguiendo la dinámica de la Encarnación: ¿Podemos hablar de una vida espiritual del mundo? Quizás sí, desde el principio de la creación, el Espíritu de Dios aleteaba por encima del caos y el desorden. (Gen 1,1). De la misma manera hay momentos en los que nos sentimos conectados con todo el mundo y es ahí donde podemos discernir los signos de los tiempos.
José de Pablo, SJ.