En nuestras ciudades es cada vez es más frecuente el coaching emocional que se centra, ingenuamente quizá, en el control de las emociones. Un coaching motivacional que se mueve a un nivel meramente superficial. A menudo me encuentro con personas que buscan un calmante con efecto narcótico que hace disminuir el dolor. Conozco otras personas que no dan un paso sin que su terapeuta les dé luz verde para actuar de tal o cual manera, como si fueran títeres. Todo para evitar equivocarse, todo para evitar el dolor del errar, todo para evitar las lágrimas que nos causa nuestra fragilidad. Tenemos miedo al dolor y somos adictos al placer. Se nos olvida que nuestra vida humana se mueve inevitablemente entre esos dos polos del placer y el dolor. Nada ni nadie nos puede evitar pasar por valles oscuros y túneles sombríos, pero nunca vamos solos. No importa a dónde, no importa cómo; lo importante es con quién nos movemos ¡Ojalá que fuera siempre con Jesucristo!
En el Evangelio según san Juan se encuentra una de las frases más conmovedoras de toda la Biblia: «Jesús lloró» (Jn 11, 35). Jesús derramó lágrimas. Se trata de una escena de la vida de Jesús de Nazaret que nos muestra su entrañable humanidad y su dolor al encontrase muerto a su amigo Lázaro; tal fue la admiración de los presentes en ese momento que exclamaron: «¡Cómo lo amaba!». Pienso que nada nos hace más bien a los cristianos que detenernos a contemplar la humanidad de Cristo para hacernos a su modo y tener entre nosotros sus mismos sentimientos hasta el punto máximo de la compasión. Ninguno de nuestros sentimientos le es indiferente a nuestros buen Jesús. Ninguna de nuestras lágrimas se pierde en la nada. Ante el corazón de Jesús, ninguna de nuestras peticiones se encuentra sin respuesta, ahogadas en el ensordecedor silencio del vacío, pues con fe confiamos en que «todo el que pide, recibe; todo el que busca, encuentra y al que llama, se le abrirá» (Mt 7, 8).
Jesús lloró y creo que llorar es una gracia porque nos recuerda que estamos vivos y somos capaces de sentir. Con las lágrimas de nuestros ojos se nos lava el alma y queda liberada de todo lo que no puede, ni debe, ni quiere cargar más. Casi siempre, después de llorar, nuestra alma se siente más ligera. Asimismo, con nuestras lágrimas regamos la tierra de nuestra impotencia, de nuestro querer tanto y poder tan poco. Las lágrimas también son los frutos agridulces de nuestra compasión por los demás. Ya lo diría el Papa Francisco a los jóvenes durante alguna de sus alocuciones: «¡Al mundo de hoy le falta llorar! Lloran los marginados, lloran aquellos que son dejados de lado, lloran los despreciados, pero aquellos que llevamos una vida más o menos sin necesidades no sabemos llorar». Necesitamos reaprender a llorar por los demás y por nosotros mismos. Necesitamos dejar de lado los libros de autoayuda y de superación personal y aprender a sentir nuestra fragilidad en toda su complejidad.
En su poema Las lágrimas el poeta José Tomás de Cuéllar nos invita a pasar de la noche del llanto a la brisa de la mañana donde Dios siempre nos espera:
«De noche caen las lágrimas, de las humanas penas, y por doquiera á miles humedecen la tierra. Pero viene la aurora apacible y risueña; en las praderas corre brisa callada y fresca, y de la tierra húmeda se levanta la niebla; corona el arroyuelo, el lago, la eminencia, y cual flotante gasa sube al éter ligera. En ella van las lágrimas que mojaron la tierra, y suben hasta el cielo donde Dios las espera”.
¡Bienaventurados los que lloran!
Genaro Ávila-Valencia, SJ.